Qué dañinas son las noches de jazz cuando no traen con ellas
ni copas, ni humo ni compañía.
Mucho más dañinas, porque no hay nada que las alivie, nada
que las disfrace (y, por lo tanto, las camufle), ni lugar donde esconderse
cuando duelan.
Cuando el jazz es sólo jazz, cuando sus atentos espectadores
son la mente y el corazón y el local donde actúa el cuerpo. Las que siguen
siendo noches aunque llegue la luz, las que te prohíben el sueño, aquellas de
las que huyo. De esas noches hablo.
Qué dañinas son las noches de jazz, aquellas que me muestran
las ausencias existentes de mi vida.
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